A propósito: ¡Feliz 2009!... Este texto es un Aguafuerte de Roberto Arlt cuando visitó Paraná. Dejamos la bajada que hizo Andrés Petric... ¡Que la disfruten!
Ah, y a propósito de crónicas paranaseras, no dejen de pasar por el blog Y ahora qué?.
Nos seguimos encontrando acá, como siempre.
Este 2009, el blog cumple ¡5 añitos!
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Cuando en Paraná se confirmó el “Pensamiento Arltiano”
Andrés R. Petric
En “El Diario” de hace un tiempo se publicó una medulosa biografía de Roberto Arlt. Pero es probable que muchos paranaenses desconozcan que allá por la década de 1930 este singular escritor estuvo de visita en nuestra ciudad. Sus impresiones se volcarían más tarde en la serie “Aguafuertes Fluviales” que fuera publicada en el diario “El Mundo” en 1933. Me permito transcribir su artículo “Paraná, Tacita de Porcelana”. Podremos así acercarnos, aunque muy poéticamente, a la ciudad que construyeron nuestros padres y abuelos. Pero especialmente el párrafo final, cotejando aquellas impresiones con la vida actual, es probable que concluyamos que si el autor estuviese vivo, se corroboraría su visión del hombre moderno como el infeliz protagonista de una broma trágica. Una vez más la realidad superó a la ficción y arrojó por la borda sus propias certezas.
“Vamos entrando hacia el puerto de la ciudad de Paraná.
Por la orilla al pie de monte de azufre, en un sendero sembrado de trozos de mármol, caminan dos chicos. Sus sombras se alargan en la desolación de la orilla caliza.
Aridez de tierra africana. Entre cascotes amarillos, una mancha verde. Contrafuertes, barbacanas naturales, torres de tierra almaranto, y luego montes como de azufres, terribles, ásperos, bajo un cielo inmutable de azul al ferroplusiato. Cada veinte o treinta brazas, un rancho de techo de pajas y barro verdoso, luego soledad, asperezas. En la costa dura, centelleante bajo el sol, una mujer lava ropas, violetas, mientras la mira un perro negro.
El agua tiene férrea apariencia de hierro colorado. De pronto, de una altura de colina, se desprenden serpientes de cemento, zigzaguean, envuelven altas plazoletas, corren cuesta abajo hasta un poblado pescador, con casas de dos pisos color borra de vino, fachada lisa, ventana presidiaria, sin balcón, pantanos naturales; luego la costa dobla, aparecen más ranchos en los barrancales yermos, taperas cercadas de empalizadas blancuzcas color avellana, y aparecen botes tumbados, chatas de hierro de casco podrido, lanchones de madera destripados, sigo bordeando el buque y en el horizonte aparece la torre de hierro galvanizado del semáforo marino del Ministerio de Obras Públicas. Globos metálicos señalan las brazas de calado que tiene el agua y el molinete apunta a la dirección del viento.
Tinglados, muros de piedra, muros de piedra, un dique, respaldando el dique un cerro con felpudo verde. Y henos aquí, en Paraná. Por una escalerilla de gato subimos al murallón, tropezamos con una plazoleta, donde juegan palomas, torcazas, luego otro monte, y no puedo menos que exclamar:
¡Parece un puerto abierto en el corazón de las sierras! Puerto de montaña. Eso. De litografía barberil. De cromo de la “Ilustración española” o “La esfera”. Puerto quieto, con calles de asfalto. Entre el asfalto crece pasto. En las plazoletas, bendita de tranquila, el viento curva las ramas de los árboles y los árboles borrachos.
Gente amable.
Entro al correo, frente al puerto. Quiero certificar una carta, conteniendo notas para el diario. El empleado revisa la carta. Observa una punta desprendida y me dice:
-Hay que lacrarla.
-No tengo donde lacrarla.
-¿Lleva valores?
-No, no señor. Notas.
-La voy a lacrar yo.
-¿Cuánto es, señor?
- Nada.
-¡Oh!, usted es muy amable. Muchas gracias (¡Vaya a encontrar en Buenos Aires semejante prueba de gentileza!).
Salgo y sigo caminando encantado de esta amabilidad entrerriana que se pondrá más tarde de manifiesto en otras partes. Tomo una curva de granito. A un costado se encuentra un potrero baldío, profundo, en el fondo un rancho con mujeres achocolatadas. Al pié un cerro, verde de pinillos y paraísos y en el centro una escalera de piedras fracturadas. Subo y cuento los escalones; al llegar arriba respiro fuerte. He contado cincuenta y seis gradas.
Giro y mido:
Allá abajo el puerto se presenta como una gran hoz de acero brillante.
Frente a mí, la soledad de calles limpias, pavimentadas, desiertas, en pendientes, rectas que se tuercen, arboladas, cada piedra de la calzada, limpia como si la hubiera fregado deliberadamente.
Entro a la calle Victoria, que corre de norte a sur. Veredas de baldosas rojas, empinadas siniestramente hacia arriba. La cierra una fachada amarilla. Frentes de casas lisos y antiguos. Frontis amarillos, verdosos, con ventanas monjiles y altas sobre los muros lisos. Puertas severas, sin molduras, rasgadas por el sol. Pintadas con sangre de toro. Gallinas que picotean la espantosa soledad del afirmado. Plaza Alvear, con caminos de mosaicos, canteros de pasto y orillas de geranios, con florecitas rojas. Pasan dos hermanas. Una de azul otra de verde. Me miran y comprenden que soy forastero. Les digo:
-“¡Viva Entre Ríos!”. Sonríen y desaparecen por una vereda soleada, de baldosas flojas. Sí, las baldosas de patio. De patio colonial.
Cruzo la plaza, un viejo chino y flaco hace filosofías de trabajos menestrales con un fotógrafo ambulante que se rasca los bolsillos del sobretodo vacío.
Miro las cinco sirenas coludas y robustas que soportan la doble taza de la fuente, llego a la otra esquina y afirmo para mi coleto:
Paraná, tacita de porcelana, es la ciudad más limpia del mundo. Y verán después que no me equivoco.“
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