Domingo a la tarde, caminábamos los senderos de tierra hacia el Parque San Martín bajo los influjos de Baco y las imágenes festivas del poeta Horacio, al pasar por una quinta unos perros nos ladran primero, se amigan después y nos acompañan luego. Uno cachorro alto y otra retacona, cuyas patas danzaban rápido para acompañar el tempo nuestro; nos reímos, nos cayó simpática, la bautizamos enseguida, ja ja, ahí venía, fraternidad como de toda la vida, y al lado el desfle de autos y camionetas comoel Camino a Santiago, pero a Mar del Plata, mesas de camping, alta cumbia, la naturaleza abisma con sus silencios, hay que aturdirla, seguimos caminando, los perros con sed nos miran y nosotros solo tenemos el elixir de Horacio; alguien amaga a convidarle pero la chiquina se resiste, vemos su colgante en el cuello, la dejamos danzar de nuevo y de pronto el absurdo de la vida disfrazado de camioneta pasa por al lado nuestro y la atropella. El tiempo se congela, la silueta de la negrita queda apuntando sus estertores hacia arriba, nos acercamos, la tocamos, el corazón todavía le late, ya no, la camioneta se aleja como si nada, la perrita muere enseguida, nos quedamos sin hablar, siguen pasando autos y camionetas y miran la escena, nadie para, nadie quiere enfrentarse con su finitud, le sacamos el collarcito, ¿qué hacer?, la dejamos a un costado, la exuberancia de la vida, el césped, los pájaros alrededor, son casi pornográficos.
Llegamos a la playa... nadie se puede meter al agua, porque ese mediodía una palometa había arrancado de un mordisco un dedo a un nene.
martes, enero 18, 2005
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